históricas de los valles, que seguramente debería ayudarnos a explicar esta biodiversidad. De igual manera, Yetman y Búrquez nos iluminan sobre la gran diversidad cultural de la región, dedicando dos capítulos completos a los grupos humanos (definidos por sus lenguas) que habitaron y habitan esta región. Nos platican de lo que se sabe de la historia profunda de la gente en los valles y responden preguntas como: ¿Cuándo llegaron y como se desarrollaron estas culturas?, ¿Qué evidencias arqueológicas se han encontrado?, y sobre todo desde la perspectiva biológica ¿Cómo interactuaron con el ecosistema?
Las culturas de los valles de Cuicatlán y Tehuacán no sólo son muy diversas, sino que seguramente las poblaciones humanas han sido muy grandes, dinámicas e importantes para la ecología de la zona. Además, posiblemente diferentes procesos de domesticación y manejo temprano de las plantas de México sucedieron en esta región hiperdiversa. De hecho, mucho del trabajo arqueológico que se desarrolló en la década de 1960 en esta región por el grupo de investigadores de Estados Unidos liderado por Richard MacNeish buscaba entender estos procesos de domesticación.
La elevada biodiversidad de los valles de Tehuacán y Cuicatlán se debe, cuando menos en parte, a su heterogeneidad geográfica, que genera una gran diversidad de climas, de suelos y microambientes a escalas muy cercanas. También debe de ayudar a esta hiperdiversidad cierta estabilidad climática y ambiental a lo largo de mucho tiempo (aspecto que no se explora realmente en el libro), lo que posiblemente ha permitido que no se extingan diversas especies de plantas.
Otra pregunta básica que las y los biólogos modernos nos hacemos sobre la región es, ¿Cómo es posible que la región haya mantenido tanta biodiversidad, si en los últimos 10 mil años (cuando menos 6 mil, según Yetman y Búrquez, página 43) ha habido grandes poblaciones humanas?. Sobre todo si consideramos que en muchas otras regiones del mundo, en donde ha habido elevadas presiones demográficas, en particular en el Viejo Mundo, se ha perdido mucha de la biodiversidad. Esta pérdida de biodiversidad se demuestra en varios sitios del mundo en donde actualmente es imposible encontrar a los parientes silvestres a partir de los cuales se domesticaron las numerosas plantas que consumimos hoy en día. En otras palabras, ya se extinguieron esos parientes silvestres. Consideramos que otro de los grandes enigmas de la región de Tehuacán-Cuicatlán es ¿cómo pudieron coexistir por tanto tiempo grandes poblaciones humanas junto con esta diversidad biológica tan elevada?. El amplio libro de Yetman y Búrquez (2023) no responde esta interrogante, pero se puede uno imaginar que las prácticas de cultivo y manejo ambiental de los grupos humanos de dichos valles han ayudado a mantener esta biodiversidad, aunque en algunos casos ha sido muy destructivas (como lo demuestra la alta desforestación y erosión por sobrepastoreo reciente en ciertas áreas).
La obra de Yetman y Búrquez (2023) está organizado en ocho capítulos. El Capítulo 7 es el más extenso (ocupando 120 páginas) y es el corazón de la obra, cuando menos para nosotros los biólogos (y en particular los botánicos), ya que es donde se describe su maravillosa y misteriosa flora junto con los ecosistemas. Los otros capítulos describen otros aspectos de lo que tradicionalmente llamamos la “historia natural”, es decir se aborda el clima, la hidrología y la geología de la zona, también se analizan a los grupos humanos que han habitado y todavía habitan la región.
Una característica especialmente atractiva de este libro es que se incluyen muchísimas fotos, muy buenas y a color, así como mapas originales y atractivos (aunque a veces difíciles de entender porque tienen mucha información), y diagramas que ayudan a apreciar algunos aspectos geográficos de los valles de Tehuacán y Cuicatlán.
Un recorrido por Mexico´s Valleys of Cuicatlán and Tehuacán. From deserts to clouds
Al introducir su libro, Yetman y Búrquez (2023) nos platican como conocieron la región y porque decidieron escribirlo. Ambos aceptan que en realidad su experiencia en la región es limitada, y que lo que conocen bien a lo largo de toda su vida son los desiertos de Sonora y Arizona. David Yetman es un científico de las ciencias sociales que trabaja en Tucson, en el Southwest Center de la Universidad de Arizona. David es famoso en Estados Unidos porque ha producido una serie de documentales para la PBS (la televisión pública y educativa de EUA). David también ha trabajado mucho con cactus del desierto de Sonora y su uso por la gente y en diversos estudios sobre los grupos humanos que viven en el desierto. David Yetman y Alberto Búrquez son coautores (junto con otros investigadores) del libro The saguaro cactus: a natural history (que reseñamos aquí en Oikos= 26: 14-17). David narra que la primera vez que pasó por Tehuacán fue en 1969, camino a la ciudad de Oaxaca, pero como confiesa, no prestó mucha atención. No fue hasta el 2000 que empezó a familiarizarse y enamorarse de la región. En el 2003 comenzó a explorar la región más seriamente con Alberto Búrquez.
Alberto Búrquez es uno de los grandes naturalistas de México. Es investigador de nuestro Instituto (I. Ecología, UNAM) en su sede de Sonora, y ha trabajado en muchas regiones y ecosistemas del país, pero su principal interés científico ha sido la ecología del desierto de Sonora, donde creció, reside y hace su investigación desde principios los años 1990. Alberto narra que la primera vez que fue a la región de Tehuacán fue en 1974, cuando cursaba una materia de la licenciatura en biología en la UNAM, y posteriormente en otros viajes de trabajo, cursos de campo, etc. A lo largo de estas esas se fue impresionando con la belleza, diversidad y rareza de estos valles.
El Capítulo 1 es una introducción a México que es más bien útil para los lectores que no conocen el país. Describen con cuidado el Trans-Mexican Volcanic Belt, que en nuestras clases de la primaria y secundaria llamábamos simplemente el “Eje Volcánico”. Además, nos platican sobre la geografía y geología general del centro de México, junto con sus culturas ancestrales, y mencionan la ruta comercial que salía del norte y centro del México actual hacia el sur y Centroamérica, pasando por Cholula, descendiendo en elevación al valle de Tehuacán y de allí al de Cuicatlán, volviendo a subir a la ciudad de Oaxaca, para luego ir a las tierras bajas donde vivían los Mayas de Chiapas y Centro América.
Los patrones mundiales de circulación de vientos --que explican las zonas áridas de muchas partes del mundo --se describen en el Capítulo 2. Esta sección inicia destacando que la región de Tehuacán-Cuicatlán esta más al sur de las áreas entre los 30 y 35 grados Norte, que son las latitudes en donde se encuentran los desiertos en Norte América y como nos explican en las clases de Ecología introductoria de las escuelas de Biología. Aprendimos que los principales desiertos del norte de nuestro continente —como los de Sonora, Baja California y el desierto Chihuahuense— son el resultado de este patrón de circulación de vientos. Pero para explicar la diversidad biológica actual de la zona de Tehuacán-Cuicatlán, obviamente necesitamos conocer los climas en el pasado. Brevemente, Yetman y Búrquez nos ayudan al lector a conocerlos, explicando que en la región los climas han sido estables desde hace unos 15 millones de años, aunque tuvieron un periodo más húmedo en el Pleistoceno, entre hace 1.8 millones y 12 mil años.
La geología de los Valles de Cuicatlán y Tehuacán se trata en al Capítulo 3. Los valles y zonas cercanas son en realidad una cuenca, una depresión, de 130 kilómetros de largo por 5 a 15 de ancho. Los ríos ancestrales que bajaban de las sierras formaron lagos, que se comenzaron a llenar en el Cenozoico, hace tal vez más de 60 millones de años. En el Cuaternario, en los últimos 2.5 millones de años, estos lagos ancestrales se drenaron en el río Papaloapan. Asimismo, nos platican de la interacción y choque de las placas de Cocos con las de Norte América y la del Caribe. Estos fenómenos formaron a las montañas de la región en la llamada “orogenia Laramide”, que fue la que también dio origen a las montañas Rocallosas en EUA y Canadá, hace 70 a 40 millones de años. También nos explican cómo la subducción de la Placa de Cocos dio origen al Eje Volcánico y que en general que la dinámica geológica fue muy complicada y apenas se está entendiendo mejor.
En el Capítulo 4 se describen detalladamente los valles en tiempos precolombinos. Revisan brevemente al imperio Mexica y nos hablan de sus emperadores y conquistas en la parte final de las etapas prehispánicas. En este capítulo mencionan el comercio prehispánico, en donde destacan las frutas de consumo humano que actualmente (y seguramente en el pasado prehispánico) crecen en la región tropical de Cuicatlán. Aspectos interesantes son la posible relevancia de la región como fuente de víctimas de los Mexicas para llevar a cabo sus rituales, que incluían sacrificios humanos, y cómo usaron los valles para moverse hacia el sur y continuar sus conquistas.
El resto del Capítulo 4 está organizado cronológicamente. Comienza con el periodo Arcaico, hace unos 2400 años, con los posibles orígenes de la agricultura, abordando detalles de la cultura Olmeca, principalmente de Veracruz, quienes usaban la mandioca, o yuca, Manihot esculenta (Euphorbiaceae), así como sobre los asentamientos tempranos en Tehuacán cuyos habitantes desarrollaron la cerámica. El capítulo también menciona a los Mixtecos, que, aunque son un grupo muy antiguo, tal vez precediendo por 2 mil años a Tenochtitlán, no se apoderaron de Monte Albán sino hasta ca. de 600-700 DC, y dicen que, aunque no se encuentran artefactos Mixtecos en la región de La Cañada, si se detectan en sitios más al norte. Asimismo, explican que a mediados del siglo XV, los Mixtecos, aunque en conflicto con Tenochtitlán, controlaban la mayor parte de los valles centrales de Oaxaca, en una compleja dinámica con grupos Zapotecas que aún dominaban diferentes regiones. Aquí discuten por primera vez la fortaleza Zapoteca de Cerro Quiotepec, que fue el punto más norteño dominado por los Zapotecas y que se ubica en donde se junta el Valle de Tehuacán con La Cañada. La fortaleza fue construida alrededor del año 200 DC y creen que funcionaba como un puesto militar y de control migratorio y del comercio. También por primera vez platican de la impresionante presa Purrón, a unos 30 km al norte de Quiotepec, que debe haber sido una zona muy fértil y productiva gracias a un manejo eficiente del agua. Consideran que la fertilidad y productividad de la zona seguramente fue muy importante para el comercio. Posteriormente discuten sobre los diferentes conflictos y guerras que posiblemente surgieron por el control del agua de los ríos en la zona.
En el mismo Capítulo 4 describen el extenso proyecto que coordinó desde principios de 1960 Richard S. MacNeish en Tehuacán para analizar de manera multidisciplinaria el desarrollo de la agricultura, especialmente del maíz. En concreto revisan las exploraciones de la cueva cerca de Coxcatlán, donde se documentó la presencia de maíz que inicialmente consideraron que tenía 7,600 años de antigüedad. Actualmente se sabe que ese registro es más reciente. Richard MacNeish y su equipo demostraron la ocupación del valle por grupos humanos por más de 10 mil años y sus descubrimientos documentaron el papel del valle del Tehuacán en la domesticación temprana del maíz. Estudios actuales sugieren que el maíz no se domesticó en Tehuacán, sino que más bien las condiciones climáticas y físicas de las cuevas de la región ayudaron a mantener el registro arqueológico del maíz en la zona. Sin embargo, debemos mencionar que otros trabajos han demostrado la importancia de la región en la domesticación del chile y de la calabaza.
En el Capítulo 5, David Yetman y Alberto Búrquez abordan a los grupos humanos que se viven actualmente en el valle, definiéndolos por sus idiomas. Actualmente se hablan en la zona ocho idiomas nativos (o sea, además de español). Todos, excepto el náhuatl, están relacionados con lo que llaman la “rama este “de la familia de lenguas otomangues (relacionadas por ejemplo con el otomí o hñahñu, y el mazahua). Explican que los lenguajes otomangues son tonales, como el mandarín y el bantú, por eso los españoles no los pudieron dominar, en contraste con el náhuatl, que es no-tonal, como el castellano y las lenguas romances.
Tres de estos idiomas, aunque comunes en otras zonas, se hablan poco en la región. Además, todos los que hablan ixcatepeco viven en un solo pueblo de los valles, específicamente en Santa María Ixcatlán, y la mayoría de los que aún habla chocho viven en los alrededores de su tierra nativa, Coixtlahuaca. También mencionan al zapoteco, que ya no se habla en la zona.
Concluyen el capítulo meditando sobre su mapa de la distribución aproximada de estos lenguaje y grupos humanos en la región, que es más bien como una amiba en movimiento fruto de complejos patrones migratorios, conquistas y guerras, y otros cambios poblacionales, pero con un pobre registro arqueológico, aunque tal vez los Mexicas y posiblemente luego los españoles, introdujeron cierta estabilidad territorial.
En el Capítulo 6 retoman con entusiasmo a la arqueología de la región, revisando de nuevo el proyecto del equipo de R.S. MacNeish en Tehuacán que inició en los años 60 del siglo pasado. Aunque el trabajo de MacNeish se propone como pionero, hubo antes otros estudios por mexicanos que los mismos Yetman y Búrquez mencionan escuetamente y de manera dispersa en diferentes partes del libro. Del proyecto de MacNeish, Yetman y Búrquez indican, que aunque su objetivo era analizar la historia antigua de la agricultura en la región, detectaron diversos restos de civilizaciones en el área. Por ejemplo, para 1972, MacNeish y colegas habían identificado 456 sitios arqueológicos en el Valle de Tehuacán y entre 1971 y 1972, el arqueólogo Edward Sisson reportó otros 63 sitios en Coxcatlán y sus alrededores. Pocos vestigios arqueológicos sobreviene en La Cañada, tal vez debido a que hay poca área adecuada para construir pueblos y grandes estructuras, aunque mencionan un estudio del 1997 que identificó 93 sitios.
El capítulo detalla cuatro sitios principales, nosotros tristemente no conocemos ninguno. El primero es el Cerro Cuthá, al noroeste de la región del valle de Tehuacán en el valle de Zapotitlán Salinas, en la zona Popoloca. Cuthá significa en Popoloca “El cerro de la máscara”. El cerro Cuthá emerge directamente al este del famoso Jardín Botánico Helia Bravo. Los autores nos comentan que una caminata de “apenas tres horas” (en otra parte confiesan que son extenuantes) te lleva al lugar, después de subir una pendiente de 275 m desde la base. No muchos estamos dispuestos a una caminata así, a menos que sea muy interesante y el camino bonito. Explican que el mayor desarrollo de la región de Cuthá fue en el Clásico Tardío, entre 650 y 950 de nuestra era, con gran énfasis en los enterramientos. Por ejemplo, describen con cuidado una tumba cruciforme, con dinteles hechos de columnas prismáticas de basalto que se trajeron de un sitio a 3 km, que ilustran con una fotografía (p. 168). Finalmente, el cerro Cuthá fue capturado por los Mexicas en tiempos de Moctezuma I y posteriormente, Hernán Cortés obligó a los residentes a moverse a Zapotitlán, y los primeros misioneros en esta zona fueron Franciscanos.
La monumental Presa Purrón ya había sido descrita antes en el libro, pero aquí hablan de ella con más detalle y admiración. Esta presa está a 40 km al sureste del Cerro Cuthá y según Yetman y Búrquez es la estructura hidráulica (conocida) más importante de Mesoamérica (pp. 172-180). Pero también alertan que si se espera algo dramáticamente llamativo, se decepcionaran, porque no hay ni letreros en los caminos, la terracería es de difícil acceso y nadie vive actualmente en la zona. Añaden que está densamente cubierta por plantas espinosas, de las que se favorecen cuando hay sobre pastoreo. Dicen que una inspección cuidadosa revela la existencia de una superestructura formada por una miríada de piedras cotadas y ladrillos para formar contrafuertes y murallas. La estructura cruza el arroyo Lencho Diego, y en su desarrollo completo midió unos 24 m de alto, por unos 106 de ancho y 400 de largo. Por su narración, los autores nos hacen apreciar que la construcción de esa presa no sólo debió implicar un esfuerzo monumental, de muchos años, para su construcción, sino que también para darle mantenimiento. Eventualmente la presa falló, pero no por ingeniería defectuosa, sino seguramente por los sedimentos que se acumularon durante el par de milenios que sirvió para manejar el agua en la región y mantener la agricultura. Por ejemplo, uno de sus canales más importante actualmente llamado de Santa María, se extiende por 1.4 km hacia el margen norte de la presa. Esta obra hidráulica fue expandida cuando menos en tres ocasiones, la última antes de 300 DC y gradualmente se fue abandonando, al mismo tiempo que los Zapotecos dejaron el Cerro Quiotepec, más al sur. La presa, en su desarrollo mayor, debe haber permitido irrigar unas 675 hectáreas y mantener una extensa población humana. Aunque Yetman y Búrquez destacan la importancia y el tamaño de la pesa, concluyen que se sabe poco de sus constructores. En resumen, a pesar de su importancia y tamaño, tanto el Cerro Cuthá como la presa Purrón, no nos suenan en este momento muy atractivos para visitarlos.
Unos 25 kilómetros al sur de la presa Purrón está el cerro Quiotepec, una fortaleza Zapoteca que de acuerdo con los autores recuerda a Monte Albán por su posición y majestuosidad. A este sitio tampoco llegan los vehículos motorizados, así que hay que conseguir permisos locales para ir a pie desde el pueblo de Quiotepec por unos dos kilómetros. Las estructuras de esta fortaleza cubren un área de unas 45 hectáreas, aunque solo están modestamente excavadas y menos restauradas. Aun así, se han descubierto dos plazas grandes, una con una gran plataforma, y un complejo habitacional con tumbas y un juego de pelota. Los arqueólogos han estimado que ahí vivieron unas 2 mil personas entre 300 AC a 300 DC, aunque tenían que subir a mano el agua desde el río. También mencionan, de la misma región, a las pirámides de Tecomovaca, que dicen, no han sido exploradas recientemente.
El Capítulo 6 termina con la descripción del sitio de Tehuacán Viejo o la Mesa (a partir de la p. 195), un lugar que se ubica a unos 90 kilómetros al Noroeste del cerro Quiotepec y mil metros más elevado, quedando cerca (8 km) del centro de la actual ciudad de Tehuacán. Relatan que el sitio sólo ha sido modestamente explorado, alrededor de un 10%. Las exploraciones por el INAH iniciaron hasta 1993 y es el que administra actualmente unas 200 ha. La ocupación humana del sitio data del Preclásico Tardío, 500 a 150 AC, pero los edificios son del final del Clásico, 750 a 900 DC. Destacan del sitio arqueológico de Tehuacán Viejo varias plazas, pirámides plataforma y habitaciones, palacios y tumbas, que luego fue abandonado en el Clásico Tardío y reocupado en el Postclásico, cuando los Popolocas construyeron los edificios monumentales. Resaltan un altar dedicado a Mictlantecuhtli mexica, el dios de la muerte, y restos que sugieren sacrificios humanos. Actualmente, sólo hay 3 plazas y unas 20 estructuras excavadas. La estructura más grande es una pirámide con templos en su parte alta. Después de la conquista española, los franciscanos construyeron el primer pueblo de Tehuacán en la base del cerro La Mesa en 1540, pero se abandonó y se fundó en 1568 un segundo pueblo en el lugar actual de la ciudad de Tehuacán.
La magia de los valles de Cuicatlán y Tehuacán
Después de leer dos terceras partes del libro, exactamente empezando en la página 203, en el Capítulo 7, por fin llegamos a lo que como biólogos realmente queríamos ver: la descripción de las plantas y ecosistemas de Tehuacán-Cuicatlán, y muy someramente, de los animales de la región.
Jerzy Rzedowski consideraba que la región de la cuenca superior de Papalopan —que incluye a los valles de Tehuacán y Cuicatlán— es la región ecológicamente más diversa de todo México. Sus comunidades vegetales, van desde las selvas deciduas ricas en burseras (plantas a partir de las cuales se extrae el copal, ver adelante) y leguminosas, a los bosques de pino y oyameles en la punta de las montañas, pasado por encinares, chaparrales y densos bosques de cactus columnares o de altas palmas. Sin olvidar sus ricos agroecosistemas, donde se domesticaron inicialmente diferentes plantas cultivas y donde todavía se conservan muchas variedades y formas criollas. En estos agroecosistemas sus característicos componentes han coevolucionado con malezas y otras hierbas, y con sus polinizadoras, más sus plagas, y con nosotros mismos, los humanos, sin olvidar el lado “invisible” que representan los microbiomas y micorrizas.
Destacan en la región grupos de plantas endémicos o casi endémicos a México como los agaves y sus parientes, o la familia de los ocotillos, Fouquieriaceae, o el linaje de los siempre espectaculares cactos columnares de Norte América, etc. Su proliferación fue en parte el resultado de la explosión evolutiva de plantas de zonas áridas que comenzó con procesos de sequía y enfriamiento que iniciaron en el Mioceno, hace 23 a 5 MYA.
Yetman y Búrquez mencionan 365 especies de plantas endémicas para los valles de Cuicatlán y Tehuacán, es decir el 14% de su flora, que estiman tiene más de 2,600 especies de angiospermas (pero ver otros datos al principio de esta reseña y más abajo). Los autores se van a más detalle y explican que 40% de las 180 familias de plantas tienen cuando menos una especie endémica. Al comparar este dato con los valores totales de México, se entiende porqué nuestro país es un verdadero hotspot de biodiversidad. Específicamente se calcula que México en total tiene 24,360 especies de plantas vasculares, 19,235 son endémicas para todo el país, es decir el 42%.
Los valles de Cuicatlán y Tehuacán, explican los autores, han sido geológicamente estables desde el Terciario medio, pero el clima les permitió tener una vegetación más verde que se ha mantenido desde hace unos 2 millones de años al presente con lagos, y que hasta hace unos 12 mil vivió megafauna como bisontes, camélidos, gliptodontes, caballos prehistóricos y mamuts.
Yetman y Búrquez describen con detalle al matorral espinoso y sus aliados, como son las tetecheras (dominadas por Neobuxbaumia tetetzo) y los cardonales (dominadas por Pachycereus weberi),en los valles y bajadas de Tehuacán y del valle de Zapotitlán. Las partes bajas de estos valles están dominadas por plantas suculentas, principalmente cactus. Para darnos una idea de la diversidad, tan solo en el valle de Zapotitlán, nos hablan de hasta 16 especies de cactus columnares. Los autores nos describen como van cambiando las especies que podemos ver saliendo de Tehuacán, pasando por el valle de Zapotitlán hasta las zonas conocidas como La Cañada y Cañada Chica y hasta cerca de la ciudad de Oaxaca.
Aunque la anterior es la vegetación tal vez más interesante, también se describe el bosque tropical caducifolio, dominado en la zona por varias especies de Bursera, leguminosas y arboles de euforbiáceas (parientes de la flor de nochebuena y de la yuca comestible). Además de las 21 especies de Bursera en la región, destacan por su tamaño el pochote, Ceiba aesculifolia (Malvaceae), la chupandilla, Cyrtocapra procera (Anacardiaceae). También mencionan por su abundancia al cazahuate, Ipomoea arborescens (Convolvulaceae).
Adicionalmente, son de interés los palmares y matorrales, de los cuales describen densos bosques de Brahea dulcis, una palma chaparra que vive desde los 1800 msnm en adelante. Estas palmeras están a veces asociadas con el cactus columnar ramificado Mitroceres fulviceps y con Beucarnea stricta, Nolina longiflora, estas últimas, aunque emparentadas con los agaves pertenecían a lo que fue su propia familia (Nolinaceae) pero que ahora es parte de las Asparagaceae (como los agaves). En otras regiones domina Brahea calcarea, que es una palma alta, de más de 15 m, cuyos individuos se reconocen porque señalan las bajadas de agua.
Los chaparrales de la región son muy variables. Se distinguen porque señalan una transición entre el bosque deciduo tropical y los matorrales espinosos y encinares, Esto chaparrales inlcuyen arbustos, encinos pequeños, palmas, algunos cactus columnares, y a veces nopales, y numerosos agaves, y sus parientes como son las Beucarneas, Nolinas y Dasyliriones, junto con coníferas del género Juniperus y al árbol Dodoneae viscosa.
Los encinares son abundantes y muy diversos, creciendo donde termina el matorral espinoso y el bosque caducifolio, hasta los 2,200 msnm, cuando inician los bosques de coníferas, en particular de pinos. En el estado de Oaxaca se han descrito unas 52 morfoespecies de encinos, y mientras que algunas especies miden menos de un metro, otras pueden llegar a los 25 m de altura. En la parte este de la sierra Mazateca, de la Sierra Juárez y en la Sierra Monteflor, este tipo de bosques puede continuarse con bosque mesófilos de montaña.
Nuevamente, para darnos una idea de la gran biodiversidad de la región, nos señalan que en todo México hay unas 50 especie de pinos, y tan sólo en Oaxaca hay unas 14. En los valles que trata la obra hay unos 9 especie de pinos. Explican que los bosques de coníferas comienzan en la región a elevaciones relativamente bajas, a los 1,800 msnm, a veces hasta en 1,500 msnm, y siguen hasta la punta de las montañas, a 3 mil o más metros sobre el nivel del mar. Usualmente están formados por una sola especie de pino que muchas veces han sido intensamente talados. En La Cañada, los pinos dominantes son Pinus lawsonii, P. patula, P. pringeli y P. devoniana, en lugares más elevados, como a 3 mil metros, se mezclan con Abies hickelii y A. religosa, con Pinus ayacahuite, P. pseudostrobus, Cupresus lusitanius. En los lugares más secos se encuentra P. montezuma o en los más elevados, P. hartwegii.
Después Yetman y Búrquez abordan el tema de las adaptaciones de las plantas suculentas y semi-suculentas a los lugares secos, en particular de los dos principales grupos de cactus: por un lado, los nopales, choyas y similares, y por el otro, los cactus globosos, hemi-ésfericos, en forma de barril, trepadores, columnares y candeliformes (columnares ramificados). Para los valles de Cuicatlán y Tehuacán hay en total 25 géneros y 89 especies de cactáceas, incluyendo, 26 especies de Mammillaria, cactus globosos pequeños en general, y 18-19 columnares repartidos en 10 géneros. De estos se menciona, muy brevemente a sus polinizadores nocturnos, especialmente murciélagos, y sus polinizadores diurnos, como son abejas, polillas, esfíngidos, colibríes y aves percheras. También hablan de los dispersores de sus frutos, que son usualmente rojos, jugosos, y según los autores, deliciosos. Además, describen la distribución y aspectos notables de la ecología de cada una de esas 18 especies de cactus columnares. Desde nuestra perspectiva, esta es una de las secciones más interesantes y mejor ilustradas del libro, así que no decimos nada más para que, en serio, vayan a leer la obra.
Indudablemente el grupo más interesante de plantas tratadas en el libro son los agaves, que van desde plantas adultas que apenas son del tamaño de una mano, a gigantes que cubren más de 4 m de ancho. No queremos en este punto aburrir a las y los lectores con las maravillas de este género que por ejemplo, L. Eguiarte ha tratado en muchas ocasiones y que cualquier mexicano reconoce sin dudarlo. Solamente queremos en este momento mencionar que Yetman y Búrquez aceptan que muchos de los nombres científicos que se les dan a las especies de Agave (en general y en la zona) siguen siendo tentativos, debido a la complejidad, variabilidad y procesos incipientes de especiación e hibridación, que son rampantes en el género Agave. Eso sí, dicen que hay unas 35 especies de magueyes en los valles de Tehuacán-Cuicatlán, destacando A. angustifolia, el maguey espadín, usado para producir la mayor parte de los mezcales de Oaxaca, y por lo tanto de fama mundial. Discuten sobre otras especies útiles como A. americana, en particular la subespecie oaxacensis, que puede ser una planta enorme, y se usa también para hacer mezcal y pulque, o sobre A. rhodacantha, que se usa para obtener fibras, entre otros magueyes.
Otra de nuestras familias favoritas de plantas suculentas es la de los ocotillos, Fouquieraceae, con sólo un género y 11 especies, que además de ser endémicas a Megamexico (o sea México y partes contiguas del Sur de Estados Unidos, en este caso, como definió J. Rzedowski), son espectaculares por sus estrambóticas formas, incluyendo los famosos cirios de Baja California (F. columnaris). En la región de Cuicatlán y Tehuacán hay dos especies endémicas, F. purpusii, llamado barrilito o jarilla con una distribución muy restringida al noroeste de Oaxaca y F. formosa llamada localmente tlapacón, que puede llegar a medir 10 m. Es posible que una tercera especie, F. ochoterena, se encuentre en la región al sur de Zapotitlán.
Tal vez sea difícil para las y los lectores imaginar que en los valles de Tehuacán-Cuicatlán haya cícadas, antiquísimas plantas que no producen flores. Las cícadas son plantas perennes de un grupo particular de gimnospermas, con un origen muy remoto, de hace más de 280 MYA. En México hay unas 45 especies del grupo, y en los valles de Tehuacán-Cuicatlán viven cuatro, llamadas en la zona palmas reales (aunque no son palmas, obvio), todas del género Dioon. Desafortunadamente sus poblaciones actualmente son pequeñas y fragmentadas, y en parte esto se debe a que las han extraído coleccionistas y otras personas para usarlas como plantas de ornato y/o comercializarlas, a tal grado que hoy están en peligro de extinción.
La última sección del capítulo aborda otra de las importantes radiaciones adaptativas que han sucedido en México (y en el mundo), la de un género de árboles muy emblemático de las selvas secas de nuestro país: las Burseras. El tipo de vegetación dominado por burseras es a veces llamado cuajiotal. Las resinas de algunas de estos árboles son famosas por sus compuestos aromáticos que se extraen para producir los copales, que se usan en todo Mesoamérica. En México, según los autores, se han descrito 89 especies del género, y unas 20 siguen en espera de ser descritas. La mayoría son endémicas a México (unas 80 spp.) y 19 de ellas solo se conocen de una localidad (son microendémicas). Siguiendo la tradición de gran riqueza en número de especies de los valles de Tehuacán y Cuicatlán, 21 han sido reportadas para la región.
Para concluir esta extensa y detallada obra, Yetman y Búrquez nos llevan en el Capítulo 8, a su cerro favorito, Petlanco, que consideran el corazón de los valles de Cuicatlán y Tehuacán porque “encarna la multifacética diversidad de los valles". El cerro se eleva apenas unos 40 m, pero en sus alrededores hay descubrimientos arqueológicos muy significativos, y cerca se localizan diversas sierras. El cerro aparentemente se formó por los depósitos de diferentes manantiales, que se secaron apenas en el 2006. Los autores manifiestan su preocupación por la causa de la desecación de esto manantiales, y por la perturbación causada por las actividades humanas como el pastoreo, corte de árboles, cacería, etc. aunque actualmente estas actividades están supuestamente limitadas por ser parte de Reserva de la Biosfera de Tehuacán-Cuicatlán.
Es en este cerro en donde se encuentra la muy rara Fouquieria purpusii, junto con su pariente F. formosa, además de diferentes especies de cactus columnares y árboles de las familias Anacardiaceae y Burseraceae, leguminosas y cactus de forma globosa y chicos de los géneros Coryphanta y Mammillaria. Ahí también abundan las plantas conocidas como “mala mujer”, Cnidoscolus spp., con sus bellas flores y pelos irritantes.
Resaltan los árboles más espectaculares del cerro Petlanco, que son Bursera morelensis, de más de 10 m de alto, y otras especies del mismo género. En Petlanco también hay Ceibas, Ipomoeas arbóreas y palo verde (Parkinsonia praecox). El lugar suena y se ve en la foto de la página 329, fuera de este mundo y efectivamente merecería ser tratado y conservado como un jardín botánico vivo.
Más misterios de los valles de Tehuacán y Cuicatlán y posibles perspectivas
Mexico´s Valleys of Cuicatlán and Tehuacán: From deserts to clouds es una obra original y extraordinaria, muy bien ilustrada con fotos y numerosos mapas y figuras. Los autores demuestran un dominio notable de la historia natural, historia humana, geografía, ecología y literatura de la zona.
De cualquier forma, se nos ocurre que el libro tal vez podría ser mejorado en una siguiente edición. Nos gustaría ver, por ejemplo, mapas de la distribución de las especies o grupos de plantas más interesantes que, gracias a las nuevas tecnologías, se puede basar tanto en puntos de observación reales como en sus distribuciones potenciales. También extrañamos la presencia de algunos mapas o figuras y mejores datos que mostraran como cambiaron en el tiempo los climas y la vegetación, junto con análisis de clima y la vegetación en el futuro, que ayuden a evaluar mejor las perspectivas de conservación de una región única en el mundo ante escenarios de calentamiento global. Consideramos que también sería interesante ver mapas de zonas con mayor diversidad y endemismos dentro de estos valles.
Meditando sobre la situación de emergencia ambiental en el mundo y en México, se nos ocurre que sería muy importante que los autores propusieran y discutieran perspectivas realistas de los que se puede hacer no sólo para conservar la biodiversidad de estos valles, sino para ayudar a sus comunidades humanas, tan pobres para que puedan vivir de manera digna, y al mismo tiempo preserven esta biodiversidad. Además, nos gustaría leer propuestas para que, al mismo tiempo que se siga conservando la diversidad vegetal, se logre hacer para que las poblaciones animales, especialmente de mamíferos, tan depauperadas actualmente, regresen y se puedan ver. Sería genial, por ejemplo, volver a ver venados y otros mamíferos en las zonas arqueológicas y otras partes de la reserva. De igual manera, sería interesante que mostraran más claramente los diferentes recursos de vegetales de la zona que tienen valor para la agricultura, incluyendo formas criollas de las plantas cultivadas y sus parientes silvestres, agregando algunas ideas de cómo conservarlas.
Y pues obviamente, lo más relevante para nuestro país, sería que se hiciera una versión en español, conservando las fotografías, mejorando los mapas, expandiendo la parte biológica, y tal vez ordenando y condesando los otros aspectos.
Para concluir, sentimos que en esta disfrutable obra, falta explicar y resolver de manera clara y lógica, los dos misterios centrales de los valles de Tehuacán-Cuicatlán ¿Por qué se mantienen tantas especies coexistiendo en un lugar más bien seco y tan aislado?… y el otro ¿Cómo se ha conservado, y sigue coexistiendo, esta biodiversidad con tanta gente, por tanto tiempo?
Si no tiene en este momento posibilidad de viajar en persona a esta mítica y misteriosa región, sin duda la obra de David Yetman y Alberto Búrquez, nos ofrece un recorrido único que vale la pena hacer, y si pueden ir, ¡el libro es una excelente introducción y guía a estos valles! Así que, no sean codos y vayan y compren este libro.