A más de cinco años del 2019, ustedes lectores y yo nunca hubiéramos imaginado que estaríamos confinados en la casa más de 18 meses por una pandemia resultado de una enfermedad respiratoria (covid-19) transmitida por un virus (SARS CoV-2)–en otras palabras, un parásito– que tendría a la humanidad de cabeza y sin saber qué hacer. Por ello quiero platicarles un poco sobre la biodiversidad y su relación con el mundo de los parásitos, con el deseo de que reflexionemos, como humanidad, sobre nuestras acciones, que nos han llevado a éste que nos parece, como nunca antes, un mundo irreal.
La palabra parásito tiene un origen remoto, el vocablo griego παράσιτος que significa “comensal”, diríamos en México “gorrón”, y en la historia más reciente, el latín parasitus. En biología, parásito se define como un organismo –una especie– que vive a costa de otro organismo, es decir, obtiene un beneficio afectando o dañando al otro, aunque normalmente sin llegar a matarlo. Esta asociación en biología se clasifica como una interacción negativa, denominada parasitismo, en la que la especie que lleva a cabo el proceso se denomina parásito o huésped y la especie parasitada se llama hospedador u hospedero.
Hay varias clasificaciones de los tipos de parásitos: aquellos que viven dentro del hospedero son endoparásitos, mientras que los que infectan las capas superficiales de la piel se llaman ectoparásitos; los que matan al organismo en el que se hospedan son parasitoides. Hiperparásito es un parásito cuyo huésped es a su vez un parásito, comúnmente un parasitoide, lo cual es frecuente en insectos. Los parásitos también se dividen en obligados, es decir que necesitan un hospedero para sobrevivir, y facultativos, que son de vida libre pero que pueden parasitar a otro organismo cuando se dan las condiciones adecuadas. Los parásitos forman parte de diferentes grupos biológicos: los virus, por ejemplo los de la gripe; bacterias, como la de la peste, el cólera, la fiebre tifoidea, la tuberculosis; y algunos hongos, muy comunes como parásitos de diversos árboles pero también de animales. Irónicamente, entre las plantas y los animales existen respectivamente especies de plantas parásitas que parasitan otras plantas en raíces, hojas y tronco, por mencionar algunos, y muchísimas especies de animales, unicelulares y multicelulares, que parasitan a otros animales y algunas plantas.
Casi todos los animales y plantas poseen uno o varios parásitos, y los ejemplos forman una larguísima lista. En el caso de los animales, brevemente, tenemos por ejemplo a Ascaris lumbricoides o lombriz intestinal, un parásito que vive en el intestino de los seres humanos que la adquieren sobre todo en sitios con poca salubridad. Las pulgas, garrapatas, piojos, etc., son ectoparásitos comunes en fauna silvestre como mamíferos y aves. Un organismo puede ser parasitado a lo largo de toda la vida, en diferentes fases de ella o solo en ciertas etapas. En este último caso, hay parásitos que a lo largo de la vida tienen que usar dos o más hospederos para completar su ciclo: son los parásitos generalistas, que pasan, por ejemplo, una etapa en un invertebrado, un molusco, y por último llegan al hospedero final, un mamífero, como es el caso de la duela del hígado (Fasciola hepatica), un platelminto tremátodo causante de la fasciolasis, una de las parasitosis más frecuentes del ganado.
Algo muy interesante de esta asociación es que el hospedero y el parásito se van adaptando a la par. El primero va generando diferentes mecanismos de defensa y el segundo aprende a lidiar con esas respuestas inmunitarias y, en general, con la vida parasitaria. Con frecuencia existe una estrecha correspondencia, como una llave y su chapa, y los parásitos pueden ser muy selectivos, de manera que casi todo animal y planta cuenta con al menos un parásito exclusivo, es decir, no parasita a ninguna otra especie.
Aunque pareciera sorprendente, los parásitos cumplen funciones muy importantes en los ambientes naturales gracias a las cuales los ecosistemas se mantienen saludables, por ejemplo, regulando las poblaciones de otras especies de animales (incluida la población humana). De tal manera que debemos apreciar que este tipo de interacciones negativas son parte fundamental de los ecosistemas naturales, aún a pesar de que algunos parásitos ocasionan diversas enfermedades que afectan al ser humano, a otros animales y también a las plantas.
Algunos ejemplos de parasitismo
De los múltiples casos que podemos encontrar en la naturaleza, ilustro con un par de ejemplos el fenómeno del parasitismo, uno que muestra la relación parásito-hospedero y enfermedades humanas, y otro sobre salud en fauna silvestre.
Mi primer ejemplo son los parásitos protozoarios en el género Leishmania, que provocan tremendas enfermedades de la piel, mucosas y órganos internos de humanos, conocidas en conjunto como leishmaniasis. La leishmaniasis es transmitida por las hembras —¡sí, sólo las hembras!— de un grupo de mosquitos del género Lutzomyia en América, y del género Phlebotomus en Europa y Asia, cuyo hospedero primario incluye diversos vertebrados. Es de no creerse que los primeros recuentos escritos de sus síntomas datan de 1,500 a 2,000 años antes de la era común (a. e. c.). Actualmente la enfermedad (y por ende su vector y el parásito) está distribuida en todo el mundo, excepto en Australia y la Antártida. A pesar de que la enfermedad en ciertos casos puede curarse, sigue existiendo y afectando a las poblaciones más pobres del planeta, sobre todo por su estrecha relación con cambios ambientales, como la deforestación, la construcción de presas, los sistemas de riego y la urbanización.
El segundo ejemplo es el de los quitridiomicetos, los hongos más primitivos que se conocen. La mayoría de las especies de estos hongos son parásitas de plantas vasculares, de microorganismos acuáticos e, incluso, de otros hongos, incluidos otros quitridiomicetos. Una especie en particular, Batrachochytrium dendrobatidis, es un parásito mundialmente famoso porque es el agente causal de la enfermedad llamada quitridiomicosis. El hongo quitridiomiceto se caracteriza por tener una fase móvil infectiva y una fase sésil. La quitridiomicosis afecta a nivel de la piel a los anfibios, como las ranas, sapos y salamandras, y surgió simultáneamente en todos los continentes a partir de la década de 1970; se ha registrado en al menos 520 especies de anfibios en localidades montañosas en altitudes entre 1,000 y 3,500 msnm. Esta enfermedad ha causado el declive de poblaciones y especies de anfibios en todo el mundo. El cambio climático ha generado condiciones que favorecen el crecimiento del patógeno, mientras que la introducción de especies vectoras ha favorecido la dispersión de diversas cepas de B. dendrobatidis. Se conoce que los anfibios presentan ciertas estrategias de respuesta para la regulación de la infección, incluyendo una respuesta inmunitaria con síntesis y secreción de péptidos antimicrobiales, incremento de la tasa de muda de la piel y presencia de algunas bacterias que ayudan a eliminar el patógeno de la piel de los animales.
La relación entre parásitos y hospederos es verdaderamente fascinante, pues como mencionaba, los parásitos pueden parasitar a otros parásitos (aunque suene a trabalenguas). Quizá nos sorprenda que el escritor irlandés Jonathan Swift, autor de la sátira más famosa de su época, Los viajes de Gulliver (publicada en 1726), describe este fenómeno biológico de un parásito que es atacado por otro parásito en su obra Sobre la poesía, una rapsodia (1733):
So, naturalists observe, a flea
Has smaller fleas that on him prey;
And these have smaller still to bite ’em.
And so proceeds ad infinitum.
El “efecto de dilución” y la paradoja de la biodiversidad
La diversidad de formas de vida —biodiversidad, diversidad biológica— domina en todos los reinos: plantas (reino Plantae), animales (reino Animalia), hongos (reino Fungi) y protozoarios (reino Protista), así como bacterias y arqueas ; incluye además los diferentes niveles que la componen, desde ecosistemas, comunidades, poblaciones e individuos, hasta sus genes, así como la agrobiodiversidad (especies domesticadas, como el maíz) y la diversidad cultural.
En los últimos 70 años hemos visto una cada vez más dramática pérdida de biodiversidad a escala mundial, con mayor predominancia en zonas tropicales y en países en desarrollo. Son múltiples las causas de dicha pérdida, pero las más significativas son modificación del entorno y transformación del hábitat asociadas con la agricultura/ganadería, deforestación y urbanización. No es casualidad —aunque no parezca obvio— que así como ha disminuido la biodiversidad, se han incrementado las enfermedades infecciosas asociadas con parásitos patógenos (aquellos que afectan la salud) y que son transmitidas por animales, conocidas como enfermedades zoonóticas. La zoonosis, del griego ζῷον, animal, y νόσος, enfermedad, es cualquier enfermedad infecciosa que se transmite de los animales no humanos (en su mayoría vertebrados) al ser humano y viceversa. Efectivamente, ¡nosotros los humanos también podemos transmitir enfermedades infecciosas a los animales, silvestres y domesticados! . Un ejemplo reciente sucedió en monos verdes (Chlorocebus sabaeus) en Gambia, quienes adquirieron de los seres humanos la bacteria Staphylococcus aureus, que causa diversas enfermedades infecciosas. Dicha transmisión fue resultado de la invasión por el humano del hábitat natural de los monos.
Pero regresemos a la relación entre la diversidad de animales (hospederos) y la diversidad de parásitos, que se traduce en un “efecto de dilución”. Quisiera ejemplificar con una enfermedad de la que todos hemos escuchado, la del virus del Nilo Occidental, que es transmitida por un mosquito del que algunas aves son reservorio natural. Si en un ecosistema disminuye la diversidad de especies de aves y predomina una (muchos individuos de la especie que hospeda al virus), esto a su vez favorece que proliferen los moscos que transmiten el virus y, por lo tanto, que haya mayor transmisión. Si, por el contrario, hay una mayor diversidad de aves, normalmente hay pocos individuos de la especie portadora del virus en un área determinada. Eso tiene como consecuencia que también haya pocos mosquitos y, por lo tanto, menor potencial de transmisión. Si generalizamos, esto significa que cuando hay una gran diversidad de especies silvestres (de flora, fauna, microorganismos, etc.) en un ecosistema, muchas de ellas no “hospedan” a los parásitos y el potencial de transmisión está diluido en el ecosistema.
Dicho estado de equilibrio sucede de manera natural si los ecosistemas están en buen estado de conservación. Quebrantar ese equilibrio y mantener una relación depredadora e insostenible entre la humanidad y la naturaleza nos ha traído consecuencias negativas. Para muestra, un botón: la pandemia que estamos viviendo. ¿Pero por qué es eso? El virus, un parásito denominado por los científicos SARS CoV-2, de la familia de los coronavirus, es el que provoca la covid-19, enfermedad que sabemos se ha diseminado a nivel de pandemia y es de origen zoonótico. La pérdida de biodiversidad y transformación de la naturaleza provoca, como ya decía, que algunas especies proliferen (en este ejemplo, como las portadoras de coronavirus). Otra consecuencia de este efecto de dilución es que se incrementa el contacto entre dichas especies (junto con sus microbiomas y enfermedades) y los humanos. Esto es, cuando nosotros alteramos el entorno y anulamos la frontera entre las zonas naturales y las que habitamos, el resultado es que se facilita el contacto directo entre nosotros —así como el de nuestras mascotas y animales de granja— y la fauna silvestre y, por ende, aumenta el potencial de transmisión de enfermedades infecciosas. La zoonosis se facilita también por la sobreexplotación, la caza y el tráfico ilegal de fauna silvestre; cabe resaltar que el tráfico ilegal es la segunda mayor causa de pérdida de la biodiversidad.